Perdonar
- Tomas Rodriguez
- hace 4 días
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Se acercan las fiestas, y para muchos de nosotros eso significa reunirnos con la familia y con seres queridos. Las tiendas, la publicidad y todo el aparato de la temporada nos dicen que este es un tiempo de alegría: de dar, recibir, compartir y celebrar. Y para muchas personas, eso es cierto.
Pero hay otra realidad de la que no siempre hablamos: para algunos, las fiestas también despiertan emociones complejas. Podemos sentir entusiasmo por ver a ciertos familiares y, al mismo tiempo, incomodidad, tensión o incluso temor ante viejas heridas que nunca se resolvieron. Cuando las personas comparten años —o décadas— de historia, es inevitable que haya malentendidos. Expectativas que no se cumplieron. Decepciones. A veces, traiciones reales. Y aunque pase el tiempo, el dolor puede permanecer.
En mi familia —quizás como en la tuya— estos temas solían barrerse debajo de la alfombra. Nos enorgullecíamos de ser “racionales”, fuertes, de no quedarnos atrapados en las emociones. Sin embargo, el costo de evitar lo que sentíamos fue muy real.Mi padre, la mayor parte del tiempo, mostraba una aparente ecuanimidad, pero al menor contratiempo explotaba en ataques de rabia. Mi madre respondía hiriéndose y huyendo de la situación —literalmente se iba en el carro— dejándonos con una profunda sensación de inseguridad e inestabilidad. Yo, además, era el hermano “emocional”, el sensible, el que no podía simplemente dejar las cosas pasar.
Durante muchos años cargué resentimiento hacia mi padre: sus promesas incumplidas, su distancia, el abandono emocional que sentí tanto de niño como de adulto. Él parecía seguir con su vida, mientras yo llevaba ese peso. Un día, en una sesión con mi coach de vida, expresé toda esa frustración acumulada. Después de escucharme, me hizo una pregunta sencilla pero contundente:
—Tomás, ¿cuánto tiempo más vas a esperar a que tu papá cambie?
Esa pregunta me sacudió. Mi padre no estaba atrapado en la rabia; yo lo estaba. Mi padre no seguía reviviendo el pasado; yo sí. Él no iba a convertirse, de repente, en el padre que yo había deseado. Yo estaba esperando su reconocimiento para poder sanar. Y ese día entendí algo esencial:
yo era el responsable de darme a mí mismo el amor y el reconocimiento que había estado esperando de él.
Esa comprensión fue dolorosa, pero al mismo tiempo profundamente liberadora. Entendí que el acto de perdonarlo no era para él; era para mí. No se trataba de justificar su comportamiento, sino de aceptar una realidad difícil: nuestros padres son humanos, imperfectos, y también cargan sus propias heridas, carencias y frustraciones.
Una de mis maestras de mindfulness, Tara Brach, cuenta una historia muy clara.Vas caminando por el bosque y ves a un perro acurrucado en el suelo. Te acercas y el perro te gruñe. Tu reacción inmediata es pensar: “¡Qué perro tan agresivo!”. Pero luego notas que tiene una pata atrapada en una trampa de metal, sangrando. De inmediato entiendes: no está lleno de rabia, está lleno de dolor. Y cuando reconocemos el dolor, la compasión surge naturalmente.
Con el tiempo, comencé a ver a mi padre no solo como “papá”, sino como un hombre con sus propias luchas. Mucho antes de abandonarme a mí, él ya se había abandonado a sí mismo —quizás por culpa, por recriminarse su separación de mi madre, quizás por heridas de su propia infancia que nunca sanó.Cuando pude ver eso, mi percepción de él empezó a cambiar. El perdón se volvió posible. Durante años, el niño que fui interpretó su conducta como rechazo. Más tarde entendí que era dolor. Mi abuelo, con un problema de alcoholismo, también lo había abandonado. Mi padre simplemente estaba transmitiendo una herida que nunca pudo sanar.
Hace siete años, cuando lo diagnosticaron con cáncer de pulmón con metástasis en todo el cuerpo, finalmente tuvimos la conversación que yo había anhelado toda mi vida. Tal vez fue la cercanía de la muerte o el efecto de los medicamentos, pero algo en él se suavizó. Las defensas cayeron. Por primera vez habló con honestidad sobre su vida, sus arrepentimientos y las decisiones que lo habían marcado.
Le pregunté todo lo que había cargado durante décadas, y él respondió con sinceridad —sin excusas, sin evasiones. Me habló de sus luchas, de lo que habría querido hacer distinto. Y me pidió perdón.
Yo le dije:—Papá, yo te perdoné hace muchos años. Pero te agradezco poder entender, por fin, cómo fue tu vida.
Unos meses después, poco antes de perder la conciencia, le hice una última pregunta:—Papá, ¿cómo estás?
Me miró y me dijo:—Estoy en paz.
Y en ese momento comprendí que yo también lo estaba.
Perdonar no significa justificar lo que alguien hizo, ni implica seguir exponiéndonos al maltrato. No significa hacer como si nada hubiera pasado, ni volver a permitir el mismo daño. Perdonar es reconocer quién es realmente la otra persona y dejar de esperar que cambie para que nosotros podamos estar en paz.
A veces el perdón va acompañado de una conversación honesta sobre cómo fuimos afectados. A veces requiere poner límites claros. En algunos casos, incluso implica tomar distancia o cerrar una relación. También, si se desea reconstruir un vínculo, puede implicar pedir responsabilidad o reparación. Pero esos son pasos opcionales.El acto esencial del perdón es interno: elegir nuestra libertad en lugar de seguir esperando que el otro sea quien no puede ser.
Cuando perdonamos, no borramos lo ocurrido.Soltamos el control que eso sigue teniendo sobre nuestra vida.
En esta temporada de fiestas, quizás puedas preguntarte:
¿Qué sigo cargando que ya está listo para ser soltado?
¿Qué herida sigo esperando que otro repare por mí?
¿Cómo sería darme a mí mismo el regalo de la paz?
Y hay una pregunta especialmente poderosa:
¿Qué tendría que aceptar si elijo perdonar?
Muchas veces, la dificultad para perdonar es un intento inconsciente de mantener control después de una experiencia dolorosa que nos dejó vulnerables y sin sensación de seguridad. No perdonar puede convertirse en un mecanismo de protección, una forma silenciosa de decir: “Si me mantengo cerrado, no volverán a herirme”. Pero lo que realmente necesitamos no es la ilusión de control, sino el coraje de reconocer nuestro dolor y la vulnerabilidad inherente a estar vivos.
Que esta temporada traiga no solo celebración, sino también sanación — comenzando por tu propio corazón.





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